02 diciembre 2005

Un mar de estrellas

Este puente de la Constitución me voy a la ciudad que me vio nacer.
Siempre me hace especial ilusión regresar: la familia, mi casa, los amigos, la ciudad de noche (y de día), sus calles, sus gentes y el viento.

De noche, tras 3 horas y tres cuartos de viaje desde Madrid, las luces de la ciudad se abren a nuestros pies. Todo el valle se ilumina. Parece que da la bienvenida entre tanta oscuridad; acoge al viajero. Tal vista prolonga el ensimismamiento que producen las luces rojas de la energía eólica.

Desde el aire, tiene esta apariencia desordenada.
En superficie, vivieron varias culturas y cada una de ellas dejó vestigios que el turista y el oriundo descubren y disfrutan paseando por las calles de casco antiguo de la ciudad. No es ni muy grande ni muy pequeña: tiene de todo pero no es agobiante.

En verano, el calor es sofocante. El asfalto se funde bajo los rayos del sol y ni una brizna de aire sopla para calmar al Rodríguez de turno.
En invierno, el frío congela y, si se combina con el cierzo, los cuerpos aguantan la sensación de estar cuatro grados centígrados por debajo de lo que marca el mercurio. Pocas veces nieva pero, cuando lo hace, deja estampas tan bonitas como ésta al lado del río.


Da igual en la época en que se visite: siempre se presenta acogedora y vital. Visite una buena guía turística para conocerla y no pierda la oportunidad de disfrutar de sus calles y sus gentes.

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